No estudié Ciencias de la Comunicación pensando que algún día haría a un lado las cámaras, cerraría el periódico, y pondría punto y aparte en una hoja a medio escribir.
Cuando decidí emprender el camino de la Comunicación, aún con todo el amplísimo campo en el que un comunicólogo se puede desarrollar, aún con toda su transdisciplinariedad y mi multifacética personalidad, jamás creí que algún día dejaría todo para convertirme en Guardavidas.
Muchos podrán pensar que no tiene nada que ver una cosa con la otra, y que quizá salvar vidas en una playa de Cancún está muy lejos de ser propio de un verdadero profesional de la Comunicación; y yo también lo creo.
Sin embargo, este verano la marea me orilló hasta este punto, el mismo al que creo que todos han llegado o llegarán. El día en que no sabemos a dónde ir, el mismito en el que nos preguntamos “¿y ahora qué?”.
Cuando recién egresé, en 2009, con todo un mundo de posibilidades para trabajar e ir adquiriendo experiencia -el tan añorado e indispensable requisito de toda contratación-, tuve la fortuna de encontrar en poco tiempo un trabajo más que ideal para una principiante como yo: reportera en la Dirección de Comunicación Social del Ayuntamiento de Benito Juárez -qué propiamente largo suena eso…-.
Después de cumplir tres años como parte de la prensa oficial de cuatro presidentes municipales, me di cuenta de que para mí la cosa ya no era por ahí. Y en un arranque de desesperación, con miedo e incertidumbre, le di un buen trago al valor y renuncié.
Para nada fue una decisión fácil, pues además de significar una repercusión para la economía familiar, estaba segura de que no sería sencillo encontrar en poco tiempo otro trabajo tan ad hoc; y no lo fue. Pero creo que así como hay personas que se ahogan en el mar nadando contra corriente, creo que así también habemos quienes nos ahogamos en tierra…
Algo que agradezco de mi paso por esa Dirección, es la reconciliación con la redacción y las letras, una vieja costumbre de hija única, un amorío de adolescente que por años olvidé en el segundo entrepaño del closet y que su regreso a mi vida me anima a compartir hoy esta experiencia:
En total fueron 14 salvamentos, algunos de dos o más personas; generalmente familias en las que la niña jalaba a la madre, la madre al padre y en un segundo se los llevaba la corriente. Jóvenes que se fueron de pinta a la playa, adultos mayores que quizá no escuchen tan bien el silbato, necios alcoholizados que creen que nadar con jeans los hará flotar más, niños cuyos padres descansaban plácidamente en un camastro del club de playa, en fin. Y aunque son sólo algunos de los que me acuerdo, omitiré los detalles para explicar cosas más relevantes como ¿por qué se ahoga la gente?, por ejemplo.
Retomando parte de los principios básicos de la Comunicación y un poco de sentido común, he decir que en lo último que se fija la mayoría cuando llega a la playa es en el color y la posición de las banderas. Sí, ese sencillo sistema de signos cuya intención comunicativa es delimitar el área segura para los bañistas, y si nos queremos ver un poco más especializados, esos trapitos amarillos y rojos que, vistos desde la semiótica, no buscan más que indicar una zona de riesgo.
Es más, cuento con una mano los turistas que durante toda la temporada vacacional se acercaron a la torre de Guardavidas a preguntar qué significaban los colores o los que se tomaron la molestia de leer el reglamento. Pero bueno, añadiré que además de indicar las corrientes hacia adentro -mejor conocidas como ‘resacas’-, a los Guardavidas les sirven para ver la posición del viento, la cual hay que anotar en una hoja de reporte cada dos horas pues, como sabrán, todo en el mar está siempre en constante cambio.
Bueno, afortunadamente no todo. La gente que vive de la playa, los que pasan la mayor parte de su día bajo el sol y con los pies en la arena, son una comunidad bien definida; incluyo a los enmascarados del Coco Bongo, que a pesar de que no pude ver sus rostros, nunca me faltaron sus buenos días.
Y habrá a quien le guste hablar de personalidades -como los reconocidos futbolistas que vienen a entrenar a este destino-, pero en esta ocasión aprovecharé para hablar mejor de personajes. Esos seres que le dan identidad a un lugar y viceversa, aquellos que -desde la sociología- hablan por el lugar mismo. Me refiero a esas personas mágicas, místicas y musicales de las que se escucha en los pueblos, cuyas vidas y anécdotas pasan de voz en voz, de generación en generación.
En este caso, no puedo no comenzar por recordar a los integrantes del famoso ‘Escuadrón de la Muerte’ del party center. ¡Pero no se asusten!, se trata de un grupo de al menos cinco amantes del alcohol que, conforme se llena el día de noche, vacían la ‘tellita de Tonayán o de cerveza familiar.
Al primero que conocí en la playa Gaviota Azul (la que está detrás de plaza Forum) fue al “Campeche”, quien volteó con el seño fruncido cuando uno de mis compañeros le gritara “Peña Nieto, Peña Nieto, ¡Viva el PRI!”; a lo que en seguida replicó: “Ese debería ser actor, no presidente”. De ahí, con el periódico Por Esto! bajo el brazo y su botella en la otra, caminó hacia el mar recitándole todo el discurso de Morena a las gaviotas.
En varias ocasiones tuve la oportunidad de platicar con él, y creo que jamás dejará de sorprenderme como un cortador de caña originario de Campeche, que viajara en sus tiempos “al otro lado” a recolectar más toneladas por un pago en dólares, decidiera dejar todo para pasar sus días brindando por los acontecimientos mundiales desde este pedacito del Caribe.
Porque, eso sí, si algo le he de admirar es su capacidad para leer día a día la edición, y recordar para luego compartir cosas como Vicente Fox diciendo que fue el mejor presidente de México, incluso más que Benito Juárez; declaración a la que “Campeche” añadió: “Juárez era chaparrito, sí, pero muy inteligente; Fox es alto, pero está re..equivocado”.
Otro importante miembro de esta peculiar agrupación es Don Lalo, también conocido como “El Diablo” o “El Súper”, y quienes suelen visitar esta playa han de recordarlo como el hombre que baila incansablemente junto a la bocina.
Lo primero que supe de él al indagar -hacer labor periodística, perdón- en su vida fue que su alcoholismo se debe en parte al dinero, a la prohibición y a la pérdida; pues cuentan que sus padres tenían mucho dinero, y que por lo mismo él vivía en un internado en el extranjero. Al morir, le heredaron varias propiedades, entre éstas, más de la mitad –dicen- de los locales de Playa Tortugas; incluyendo algunos bares nada despreciables para un joven millonario deprimido…
Cuentan que vendió todo, pero que también algunos de los beneficiados le tomaron cariño y, a la fecha, no lo han dejado caer del todo; es más, dicen que tiene carta abierta en algunos restaurantes. Porque, eso sí, siempre está bien vestido, y exceptuando una sola vez que vi que le dieran unas cuantas monedas por tan contagioso baile, ninguno de los dos pide dinero.
“Tienes suerte de tenerme”, escuché que le dijera una vez “El Diablo” a “Campeche”; yo creo que ambos son afortunados por, entre tanta perdición, haberse encontrado.
Definitivamente estar arriba de la torre es un lugar privilegiado, un palco de honor para darse cuenta de cómo funciona toda una dinámica social en primera fila. Siendo, a la vez, actor y espectador entre meseros, kiberos, vendedores de frutas, inspectores, marinos y turistas.
Desde allá arriba, no sólo es posible vigilar a los “güeritos” que nadan con la mano levantada sosteniendo una cerveza, también me di cuenta de que hay niños que pasan todo el día ahí porque muy posiblemente sus madres trabajen de meseras o vendiendo dulces y cigarros en la entrada de la playa.
Y no hay porque verlo tan malo o juzgarlo, porque además de que finalmente son los que mejor saben nadar, son sólo –como yo y como muchos- hijos de madres solteras que trabajan para darles una mejor vida.
Como Guardavidas, y creo que más siendo mujer, es fácil ganarse cierto afecto en la playa; por supuesto, no sin antes demostrar que se es capaz de nadar entre el oleaje para ayudar a alguien, alguien que no conoces y que tal vez nunca vuelvas a ver, pero que quizá la próxima vez que entre a nadar al mar te recordará con una sonrisa. Porque -cual táctica infalible de uno de mis compañeros para hacer del salvamento una experiencia más espiritual- después de un suceso, es el momento perfecto para hacerles reflexionar acerca de lo que tienen que cambiar, pues la vida les está dando una segunda oportunidad, y sha la la…
Y en cuanto a la remuneración, más allá de lo económico –que no está nada mal-, es llenarse el pecho de satisfacción por hacer algo bueno, abonarle al karma o como lo quieran llamar. Eso, sin contar que es posible ir a trabajar en chanclas y traje de baño, comer en los mejores hoteles, contar con transportación, surfear, ejercitarse, ayudar en la preservación de la tortuga marina, aprender primeros auxilios, meteorología, y un gran etcétera.
Al final, aunque aún hay mil y un recuerdos que contar, creo que lo más importante es no tener miedo de intentar cosas nuevas, porque tengan o no que ver con lo que planeamos ser en un futuro, seguramente será algo bueno que compartir con los nietos. Y eso, permítanme decirles, será siempre una buena razón.
**En memoria del comandante Juan León López, que en días recientes a esta publicación dejó de entrenar Guardavidas y de proteger a los civiles en este mundo.
Texto de Danny Benitez publicado en Revista Horizontal